Quieres serle indiferente. Te dejas llevar al ritmo de la música, pero no le miras, no te acercas, que si quiere, que venga él. Y te das cuenta de que estás más pendiente de si te mira que de llevar el ritmo. Cae la noche a la vez que tu autoestima porque él está disfrutando y no se da cuenta de que te has puesto tu mejor vestido por él, de que te has maquillado y brillas más que la luna, por él, de que estás bebiendo lo mismo que él para coincidir en la puta barra, pero no hay manera de que se dé cuenta de que estas perdiendo la noche en él, por un mínimo roce de mejilla suyo.
Pero de repente, todo da un giro, te vas con la escusa de ir al baño, a llorar, ¿qué llevas haciendo mal todo este tiempo? Lo único que ronda tu cabeza. Pero llega, te sigue, y aunque tu creías que te ignoraba por completo, su jugada y la tuya eran exactamente la misma. Entonces sonríes, le pides un beso, uno de esos que duran poco pero recuerdas siempre, y el te devuelve la sonrisa y lo hace. Y ahora ya sí, entiendes lo que sentía María Valverde cuando decía estar a tres metros sobre el cielo, porque tú como poco estás a diez, y la noche se queda pequeña cuando besas todos y cada uno de los lunares de su cuerpo.
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